En la puerta del cole, observas al resto de madres.
Menuda fauna. Hay de todo. Y qué mayores sois todas.
Claro, sois madres. Señoras. Vais a buscar a vuestros
hijos al colegio. Dios. Ya sale. ¿De dónde viene este niño? ¿De
la guerra? Fijo. Lleno de polvo. Y de mocos. Por lo visto en el
cole juegan a revolcarse por el suelo un ratito cada día. Estás
segura de que se trata de una nueva técnica pedagógica
modernísima. Técnica que deben impartir en el último curso
de la carrera de Pedagogía, que es el que tú no hiciste.
Técnica que debe ir unida a la estrategia de no limpiarles los
mocos bajo ninguna circunstancia. Así que le abrazas y le
pides… No, le ruegas, un beso. Y le sonríes. Pero esta vez es
una sonrisa de verdad. ¿Qué has traído? Un colacao. ¿Y qué
más? Un bollito. Ahora sonríe él. También de verdad. Él
siempre sonríe de verdad. Te cuesta unos diez minutos llegar
al coche. Tu fiera quiere tomarse el colacao plantado delante
del cole. Sabe mejor si todos tus amigos te ven. Tú lo sabes y
se lo toleras. ¿Por qué no? Vamos a cruzar. Ahí va el forcejeo
diario con tu fiera. Que me des la mano. Que no. Que mira el
guardia qué te dice. ¿Qué me dice? Que me des la mano. Que
ya soy mayor. Que sí, que claro, pero la mano que la mama
se va a enfadar. Te la da. Cruzáis. ¿A dónde vamos? A
comprar. ¿Pongo música? Sí. Guay. Pero ¡No cantes! Joder,
qué manía. ¿Y si cantas bajito? Que no cantes, mama.
Vaaaale. Una vez en el súper, tu fiera coge el cesto. Le
encanta. Y le pierdes de vista, claro. En, aproximadamente,
tres minutos, medio Eroski se sabe nombre de tu fiera. Sufres
pensando que en cualquier momento vas a oír un estruendo
en la otra punta del súper. O temiendo que de repente
aparezca tu fiera cogido de la oreja por cualquier empleado de
mantenimiento. Pero no pasa nada. No sabes si es porque en
el fondo el tío tiene sus límites o si se trata de pura suerte.
Le localizas. Pagas. Vámonos. ¿Y ahora? Al parque. Que
corra. Y tú te sientas y le miras. Hay que mirar. Igual lleva
diez minutos sin acordarse de ti. Pero, ay de ti como gires la
cabeza o cojas el teléfono. ¡Mama! ¡Mira! ¡Ya miro, cariño,
muy bien! Qué bien se lo pasa tu fiera. Y habla con todos. Tú
no. Tú le miras a él y sonríes. No te apetece escuchar a otras
madres hablando de sus respectivas fieras. Te concentras en
la tuya y en planear una táctica para decirle que ya es tarde
sin tener que enfadarte otra vez. No funciona, claro. Jamás
está preparado para abandonar el parque. Piensas que si
hubiera una sábana ahí te pediría que le taparas. Pero no hay
sábana. A casa ¡Ya! Porque tú tienes paciencia, pero también
tienes un límite. Y sólo te falta la típica pareja de cuarentones
con cuatro hijos rubísimos, la mar de bien educados,
mirándote con cara de deberías-ver-más-supernani. Tu fiera
está cabreadísimo. En esos momentos te odia. Y es un odio
profundo, sincero, igual que cuando te quiere. Tu fiera no
tiene término medio. Pero te lo llevas y te consuelas pensando
que “es por su bien”. Coges las bolsas de la compra del coche
y tu bolso y su mochila y la chaqueta que se ha quitado en el
parque y tampoco ha querido ponerse esta vez. Y en el primer
escalón, te mira. Estoy cansado, mama. Y alarga sus brazos
hacia ti, con esa expresión suplicante que todas las fieras
saben poner. Y tú, que una vez leíste que era un crimen
obligarles a andar cuando ya no podían más, te cagas en ese
pediatra que lo escribió. Y subes tres pisos con tu bolso, la
mochila, la chaqueta y cuatro bolsas de plástico en una mano
y en la otra, tu fiera, que aprovecha el paseo para peinarte
con toda la delicadeza de la que es capaz una fiera de tres
años. Y mira por donde te inspira ternura. ¿Quién te quiere a
ti? La mama. ¿Cuánto? Todo. ¿Todo es más que mucho? Te lo
comerías. De nuevo en casa. Cuarto round.
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