Esa tarde, había decidido que al final iría. No veía por qué no. Mañana era sábado, no había que madrugar, y además le hacía falta desconectar. Estuvo durante dos horas delante del armario. No tenía ni idea de cómo iría la gente. Normalmente una fiesta era una buena excusa para vestirse de largo, o disfrazarse, como le gustaba llamarlo a ella. Pero esa fiesta no iba a ser normal. La casa de su amigo era bastante cutre, y no digamos el resto de invitados. La cosa estaba difícil.
Al final se decidió por el vestido negro. Era demasiado sexy, quizás, pero ¿qué más daba? A lo mejor tenía suerte y no volvía a casa sola. Cuando se hubo vestido y maquillado, se calzó unos taconazos, cogió el bolso negro (el de las fiestas) y se dispuso a salir. Esa noche triunfaría.
Nada más salir, oyó como sonaba el teléfono. ¡Mierda! Quiso volver a abrir la puerta y … ¿Dónde estaban las llaves? No se lo podía creer. ¿Y las del coche? Esas sí estaban. Contó hasta diez. Ya lo pensaría más tarde. ¡Ahora se iba a una gran fiesta! Bajó las escaleras, ya que el ascensor, el puto ascensor, estaba estropeado, otra vez.
De repente, ¡crac! ¿Se le había roto un tacón? ¡No jodas! ¿Y ahora qué? Uf, volvió a contar hasta diez. ¿Qué posibilidades tenía? ¿Volver a casa? ¿Cómo? ¿Tirando la puerta abajo? Piensa, piensa… ¿Pedirle unos zapatos a la vecina? ¡Eso era! Llamó a la puerta de Pepi, su vecina "pilingui". ¿Rojos? Bueno, venga, ¿qué más da? Se trata de ir rompedora, ¿no? Calzada de nuevo, y retocado el maquillaje (cuando se ponía nerviosa, sudaba demasiado), se subió a su coche. Todo iba a salir bien.
En su coche se sentía a gusto, le encantaba conducir. Pero esa noche le estaba resultando bastante más difícil de lo normal. Pepi calzaba un número menos que ella y tres centímetros más de tacón. Lo que no sabía era cómo coño podía conducir con semejante panorama. Y, evidentemente, se la pegó. Como diría su abuela, las desgracias nunca viene solas. Contra un semáforo. ¡Contra un jodido semáforo! Nadie salió herido, sólo le faltaba eso. Pero el coche para el arrastre. Vaya tela, no se lo podía creer. Llamó a la compañía de seguros. ¿Llegarían en una hora? Perfecto, pero ella tenía que irse. No, no podía esperar. ¡Joder! Vale, esperaría, pero una hora, ¡ni un minuto más!
Sentada en un bordillo, con los zapatos en la mano, ya había tenido que aclarar tres veces que no, que no pedía nada, que la dejaran en paz, ¡que ella no era una puta, coño! No podía avisar a su amigo, se había quedado sin batería, no faltaba más. Estaba por irse a casa y mandarlo todo a la mierda, pero como no tenía llaves… En fin, esperaría a la grúa y decidiría.
¡Vaya! Osea que el seguro no le cubría un accidente así. Se rió. Se rió tan fuerte, que el de la grúa pensaba que estaba loca. Son 200 euros, señora. No pensaba discutir, estaba al borde de la histeria. ¡Dos horas! Habían tardado los cabrones, y ahora le venían con éstas. Sacó dinero en un cajero (dinero que no tenía) y pagó. ¿Firmo aquí? ¿Y aquí? Y aquí.
Ya estaba en la puerta de su amigo. Eran las 4 de la mañana, nada menos. Pero fijo que aún estaban. En esas fiestas siempre se quedaban hasta el amanecer. Ya había llegado. No podía creerlo. Qué ganas de tomarse un cubata, o dos, o tres.
¡Ding dong! …
¡Ding dong! …
¡Ding dong! ¡Ding dong! ¡Ding dong!
¿Quién cojones es?
Soy yo, tío…
¿Yo?
Sí… Yo
¿Qué haces aquí a estas horas?
La fiesta, ¿no era hoy?
¡Joder! ¿Nadie te llamó?
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