Se sentó en el bordillo a esperarle. Ella era capaz de esperar durante horas. El secreto para no desesperarse era imaginar lo que le diría al verle. Quizás le reprimiría con una media sonrisa a la vez que le abrazaba suavemente. O, quizás, si esta vez tardaba demasiado, se pondría seria y le recordaría que esa era la última vez que le esperaba. Entonces él intentaría ponerse serio también y le diría que lo sentía, que le perdonara, que no había podido evitarlo… Y ella acabaría sonriendo y besándolo, para acabar con la frase: que sea la última vez, cariño. Qué ganas tenía de verle. Toda una semana esperando ese momento, hablando durante horas por teléfono planeando el próximo encuentro. Era curioso lo lentos que pasaban los días sin él y lo rápido que se iban las horas cuando estaban juntos. No veía el momento de abrazarle de nuevo y de sentirse tan protegida entre sus brazos. Sentada allí, en ese bordillo, el reloj parecía haberse detenido. Miraba impaciente a ambos lados de la calle intentando distinguirle entre la gente que pasaba por allí. Reconocería esa forma de andar en cualquier lado, a cualquier distancia. Pero aún no venía. Observaba a toda esa gente e imaginaba a dónde deberían ir. Si habrían quedado con alguien. Si alguien les esperaba, como ella le esperaba a él. Quizás en otra calle, en otro bordillo, otra persona esperando le vio. Quizás esa misma persona también se preguntó si alguien le esperaba, sin saber que así era. Sin saber que él no iría. Quizás…
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